lunes, mayo 05, 2008

A mis treinta y diez. Recuerdos (II)

La mañana amaneció con niebla. La verdad, estábamos cansados tras la paliza del viaje y la niebla era la excusa perfecta para no movernos. Nos pasamos el día por allí, charlando y relajándonos (que, al fin y al cabo, era lo que queríamos) y así llegó la noche. Nos dirigimos a las tiendas tras la cena y nos dispusimos a dormir. Parecía que el frío había aumentado, pero era difícil discrimar lo que era frío propiamente dicho y la sensación creada por la niebla. En todo caso, ibamos bien preparados y no nos preocupamos demasiado.

La noche fué pasando. Miguel me comentó entre sueños que creía que estaba nevando. Lo normal, pensé, a estas alturas. Según la luz del día empezaba a alumbrar los laterales de la tienda, empezamos a ver la sorpresa que nos había dejado la oscuridad. Hasta casi la mitad de la altura, estaba oscuro. Habían caido casi cincuenta centímetros de nieve durante la noche y la tienda (vieja, apuntalada y rota por mil sitios) se venía abajo con el peso. Como pudimos, recogimos las cosas y nos trasladamos a la otra tienda. Nevaba seguido y no tenía pinta de parar.

Cinco personas en una tienda pensada para dos o tres como máximo no es lo más cómodo para aguantar una nevada que parecía que iba para largo. Pusimos todas las posibilidades sobre la mesa. Bajar por donde habíamos venido era un suicidio. El cañón de la Jenduda, cuesta abajo y cubierto de nieve, no era precisamente lo más seguro. La otra opción era bajar por Aliva hasta la pista que une Espinama con Sotres. Pero la nevada proseguía, la niebla no se había levantado y las condiciones eran de completo whiteout, la ceguera blanca que causa la combinación de niebla y nieve. De aquellas no existían los GPS y una brújula sin puntos de referencia era de una utilidad escasa. La única opción que se nos ocurrió fue intentar acercarnos al edificio terminal del teleférico. Suponiamos que, aunque no funcionase, era posible que hubiese algo por allí. Así que recogimos todo y nos pusimos en camino para recorrer un escaso kilómetro y medio que nos separaba del lugar. No fue fácil. El camino casí no se distinguía y, en un par de ocasiones, tuvimos que sacar a alguno de un hoyo de nieve en el que se había hundido hasta el pecho.

La fustración nos invadió al llegar allí. Las obras incluían la terminal y estaba completamente abandonada. No sólo no había nadie, sino que carecía de muchas puertas y la mayor parte de las ventanas tenían cristales rotos. En todo caso, era más acogedora que el escaso espacio de la tienda superviviente, así que nos buscamos la habitación menos expuesta y, juntando unos cuantos bancos, nos dispusimos a esperar a que parase de nevar.

Fueron cuatro días allí. La temperatura no sobrepasó en todo el tiempo los cero grados. No teníamos termómetro, pero mis botas (eran botas de trekking, de nylon) no se descongelaron mientras estuvimos allí. La comida, pensada para cuatro días, empezaba a disminuir alarmantemente. El tercer día juntamos todo lo que teníamos y decidimos racionarla. Tengo el recuerdo de hacer té con nieve fundida en un cazo manchado de habas, que no habíamos conseguido quitar frotando con nieve. Miguel llevaba un talkie de 2 metros, pero no fuimos capaces de que nadie nos entendiese. También hicimos señales con una linterna hacia el Parador, y luego nos comentaron que nos habían visto. Pero para los que estabamos allí, el desánimo era cada día mayor.

Por suerte, el amanecer del cuarto día trajo una ligera mejoría. Seguía la niebla, pero al menos había dejado de nevar. Decidimos arriesgarnos al día siguiente con la ruta de Aliva. Recogimos lo que nos quedaba y, de mañana, emprendimos el camino. Esta foto es del descenso. Yo soy el tercero, con el gorro rojo.



La nieve se había acumulado de forma importante en las laderas, y era primavera, lo que aumentaba el riesgo de aludes. El camino hasta la pista estaba borrado por tramos, pero al cabo de un par de horas vimos el Chalet Real y luego el refugio de Aliva. Recuerdo la pequeña ladera que bajaba hasta el, y como usamos los aislantes a modo de trineo para descender. El ánimo nos volvió y, ya en la pista y con poca nieve, el resto del descenso fue un fácil paseo por valles verdes y blancos.

Al llegar al Parador, nos comentaron que habían avisado a la Guardia Civil, porque los coches estaban allí y suponían que estabamos arriba con aquel tiempo. Les dimos las gracias y en el camino de vuelta, paramos en Potes para informar a la Benemérita de nuestro estado. Estaban pensando en subir al día siguiente en cuanto mejorase un poco el tiempo a buscarnos a nosotros y a unos portugueses que también habían subido.

Vista ahora en la distancia, es una experiencia bonita para recordar. Dura, pero instructiva. Para mi, supuso muchas cosas. La primera, me confirmó que podía reaccionar bien ante las dificultades, de lo que no estaba seguro. Además, supuso una reafirmación en la amistad que nos unía a los cinco. Todavía hoy, cuando nos encontramos, sale de vez en cuando algún comentario de aquellos días atrapados.

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